miércoles, 6 de febrero de 2008

¿Para qué pelear?

Rompamos nuestro silencio vacacional. Como diría (y de una forma no muy agradable que digamos) Aldito Mariátegui. Esta vez, el silencio lo interrumpo, de una manera abrupta, por una anécdota que me pasó hace algunas horas. La prisa por publicarla es de una urgencia casi comparable a la de una nota en un día de cierre de una revista o un diario capitalino.
Por estos días, estoy asistiendo a un curso en el Centro Cultural de la Católica (la palabra cultural me provoca algunas reticiencias al escribirla). El salón encuentra una mixtura de edades saludable para el intercambio de ideas. Claro, eso fue lo que pensé el primer día de clases. Sin embargo, cada clase que pasa, hay algunos que, con aires 'intelectualones', pretenden imponer sabiondamente sus conocimientos (bueno, digamos, algo de eso he visto en la Facultad, en la que estoy). El hecho es que hoy, discutíamos en el salón sobre el rol del periodista y yo, de una manera totalmente desabrida, dije que educar no era la principal.
- !Cómo que no!- había volteado una señora, de unos cincuenta años aproximadamente, y me disparó una mirada, con unos ojos saltones, de esos que seguramente, yo tendría miedo hace algunos 15 años, cuando menos, y en la oscuridad. Ahí continuaba la respetable señora, por cierto, que todavía seguía con esa mirada profunda y hosca, mientras con aires de matronal, exclamaba: !claro que educar es la principal labor del periodista! (no hace falta ser adivino para deducir que esta señora lee 'El Comercio' todos los días sin falta).
Bueno, no pretendo dar clases de periodismo, ni menos brindar retazos de moralina, pero vamos, educar es una tarea correspondiente al Estado. Fuera de que, digamos, la realidad nos de una patada en la cara con semejante proposición.
Después del incidente, un intento mediador de Raúl Tola, el profesor, quiso calmar las aguas, solo movidas por la crispación de la señora. En ningún momento, digamos, me sentí aludido ni menos que la señora, claro teniendo en cuenta todo el respeto del mundo.
Mientras yo seguía atendiendo a la clase, mostrando alguna sonrisa picaresca, producto de haberme sucedido una buena anécdota para comentarla, la señora abría su neceser para maquillar el paso del tiempo. Otras intervenciones siguieron nublando al pequeño incidente, protagonizado por una señora y un joven, a los que tranquilamente podrían ser madre e hijo.

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